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Apuntes sobre la maldad (expresión de la pulsión de muerte o de destrucción) y la reconciliación

Alejandro Fonzi

 

Los ejes de estos Escritos breves, Por qué la guerra y Lazo social y Comunidad, me recordaron un episodio que produjo una reflexión muy relacionada a estos temas.

Un día, conversando con una amiga-colega acerca de la pulsión de muerte o de destrucción, desembocamos en la  maldad, como su “natural” derivado. Dije, en esa ocasión: “No sé cómo un psicoanalista puede hablar de Maldad!…”. Mi amiga, sabiendo que uno de mis temas favoritos es el de “la reconciliación como factor de curación” (Fonzi, 2014; págs. 301, 302), me escribió: Me pregunto: si la Maldad no existiera ¿qué sentido tendría que un psicoanalista hablara  de Reconciliación?…”

Dando por descontado que “la maldad existe”, como descripción específica de un hecho objetivo  [1], pienso que, en todo acto de maldad, hay dos aspectos: por un lado está quien/quienes lo ejercen y por otro quien/quienes lo sufren. Sin embargo, para poder llamar “maldad” a un acto, debería sobrentederse una intención voluntaria consciente, cierto tipo de placer (goce) y una elección preferencial de efectuar ese acto [2]. Creo que es inadmisible hablar de maldad sin esta intencionalidad, preferencial y gozosa[3]

Podríamos conceptualizar la maldad como producto de una pulsión destructiva o malvada primaria, propia de nuestra naturaleza humana. Hasta podríamos concluir pensando que, si esta pulsión es particularmente fuerte en alguien, estamos frente a una persona “mala”, que comete “maldades” porque está comandada por esa pulsión siendo, desde ese punto de vista, “naturalmente” destructiva.

Esto recuerda una visión «calvinista» del ser humano. Obtenemos un concepto que “cierra” y que nos impotentiza, como psicoanalistas [4]. Antes bien, me parece que cualquier psicoanalista, puesto en la tarea de analizar al “malo”, se encuentra una y otra vez con la entidad clínica “maldad”, como producto de una historia personal vivencial, que se “realiza” en actos. Será más o menos grave y/o difícil de tratar pero, aun así, factible de revertir a través de un logrado proceso terapéutico.

Prestando atención a quien sufre la «maldad», aparece un punto de mayor interés, que nos interesa especialmente como psicoanalistas.

Quien experimenta un «sufrimiento» atribuido a u “ocasionado” por alguien, tiene “derecho” de sentirse víctima de una maldad intencional.  En las circunstancias de la «víctima», merecería diferenciarse, psicoanalíticamente, dolor de sufrimiento. Mi posición personal es ésta: si una bala perdida me impacta, me duele, sin duda alguna. Pero, si creo que alguien me disparó intencionalmente, además del dolor, «sufro»…. Opino que, cuando «se sufre», el malestar proviene de reminiscencias que se apoyan anaclíticamente (anlehnung) en los hechos actuales [5].

Como psicoanalistas, podríamos darle cierto crédito a esa víctima, pensando que “no existe la casualidad” y que siempre existiría la intencionalidad inconsciente. Sin embargo, pensando en ella, nuestro anteojo psicoanalítico también debería enfocar las motivaciones de esa pretendida intencionalidad: cómo se estructuraron, cómo se conformaron, qué se repite, qué se pone en acto, etc.

Quiero decir que, tanto frente al victimario como frente a la víctima, nuestro objetivo es construir o reconstruir esa escena inconsciente que se actualiza. Pero, en ambos casos, haría falta imaginar o investigar las motivaciones de “todos” los participantes que intervinieron en ella, activa o pasivamente, y de cómo interactúan o interactuaron, se codeterminan o codeterminaron, las unas con las otras, para que esa significación se exprese es ese acto.

Entiendo que, el enfoque y la posición del psicoanalista, dependerá de: 1- «ver» en esa escena la manifestación de una maldad inmanente, propia de la naturaleza del hombre (manifestación de algo malvado, agresivo, violento, pérfido, maligno), pulsionalidad inherente a él derivada de la “pulsión de muerte” o de destrucción [6]; 2- estar convencidos que, visualizar esas motivaciones inconscientes, implica encontrarnos con “escenas” que no pueden ser divididas en partes. Escenas en las que, cada uno de los personajes que las constituyen, contribuye a darle un particular significado [7].

Más allá del grado de verdad que tengan mis afirmaciones, me pregunto: ¿qué criterio puede ser más útil, a la hora de encarar la clínica. ¿Con qué arsenal propio, con qué ideología personal (inevitable) me ubico frente a un “paciente víctima” o a uno “victimario”?

Norberto Marucco, en su Prólogo a mi libro (Fonzi, ibid), «objeta» mi concepto de “reconciliación”, diciendo: «…subrayo la importancia de poder ‘reconocer el sadismo del objeto’ en el plano intrapsíquico […] sin que eso implique necesariamente la ‘reconciliación’ con el otro en la relación interpersonal» (pág. 10).

Por mi parte, entiendo que, un proceso terapéutico logrado de cualquier paciente, debería pasar, en uno u otro momento, por conscientizar cuán dañado ha sido por un «otro/otros», con cuánta maldad se ha actuado con él y qué efecto deletéreo le ha ocasionado este sufrimiento. Pero llegará el momento en que, si continúa ese proceso terapéutico, debería (a su personalísimo tiempo) alcanzar una consciencia de que tampoco ese «otro» era un «monstruo” y punto [8].

Esto me lleva a otro punto del Prólogo de Marucco que me parece un malentendido. El continúa objetándome que yo considere la reconciliación como “factor de curación”, diciendo: “Personalmente, no veo de qué modo el psicoanálisis podría generar un ‘dispositivo reconciliador’, o por qué debería hacerlo, ya que éste de ningún modo persigue o propone ‘hacer justicia’, ‘mediar entre partes’, o ‘establecer pactos’…” (pag. 10)

Me pregunto: ¿es que acaso no son el acceso a la genitalidad y la superación del narcisismo una suerte de «criterios de curación», consensuados por el psicoanálisis? ¿Es que esos criterios nos llevan a generar un «dispositivo genitalizador» y otro «antinarcisista»? ¿Acaso, como psicoanalistas, nos proponemos voluntaria y conscientemente, que el paciente “ame” o “trabaje”?  Creo que esas convicciones tienen un riquísimo valor intrínseco, en sí mismas, por formar parte de nuestro background psicoanalítico. No obstante ¿por qué suponer que ya agotamos “todos” los criterios de curación? Podríamos tomar consciencia de otros todavía no planteados como, por ejemplo, la reconciliación.

La reconciliación (Fonzi, 2013, cap XVI) trasciende largamente lo individual, dado que sería el cemento del “lazo social”. Imposible vernos humanos entre humanos, “enlazados” unos con otros y volvernos, constitucionalmente, “pacifistas orgánicos” [9] (Freud, 1932/36; pag. 197) manteniendo antinomias que van desde el “enemigo/amigo” hasta el “monstruo/santo” [10].

 

[1] Es indiscutible que hay, hubo y habrá un sinnúmero de personas que urden maldades, alevosa y placenteramente, con intencionalidad voluntaria, gozosa y preferencial, destinada a producir daño en otras personas

[2] Si le piso el pie a alguien en un colectivo, inadvertidamente, por más que sufra el «pisado», no tendría sentido hablar de maldad. Podría objetarse esta afirmación, diciendo que siempre podríamos hablar de “intencionalidades inconscientes”. Tampoco me parece pertinente hablar de una “intención malévola inconsciente” porque, las motivaciones inconscientes, trascienden los conceptos de maldad y de bondad.

[3] Cuando Freud (1926), afirma: “La maldad es la venganza del hombre contra las restricciones que la sociedad le impone”, alude a esta intencionalidad al comprenderla como “venganza”. Es interesante destacar que, si bien el acto “malvado” tiene destinatarios y objetivos conscientes, la interpretación que da Freud alude a una motivación (como “venganza” contra la sociedad) de la que el individuo no tiene consciencia.

[4] Pienso de un modo parecido respecto a un «odio» y a una «destructividad», dirigida a “un otro”, primarios e innatos.

[5] Estas reminiscencias pertenecen al universo psíquico, privado y singular, del sujeto «baleado», que activarán  huellas mnémicas propias que aluden a una historia personal se está actualizando. Solo como mínimo ejemplo, quien recibe un tiro, podría vivirlo como el “merecido castigo por antiguas culpas personales”, merecedoras de castigo, que provienen del fondo de sus profundidades inconscientes…

[6] Una reflexión conexa: cuando Winnicott (1947) habla de odio justificado y real, oponiéndolo a un «odio historizado», sea por la historia edípica o por otra, me parece que da pie a malentendidos. Induce a pensar en “odios innatos”, que no es lo que él pensaba… Repito que, antes que pulsiones primarias de odio o de destructividad innatos, creo en reacciones secundarias generadas por acciones del entorno. Quien haya visto la película, “Tenemos que hablar de Kevin”, y pueda enfocarlo psicoanalíticamente, comprenderá su propia condición de víctima de un entorno familiar, que termina construyendo un “monstruo destructivo” que odia a todo el mundo. Podríamos agregar que la “venganza” hacia la sociedad, de la que habla Freud, es un claro sustituto de una venganza hacia sus “históricas” imagos paternas.

[7] En definitiva nuestra labor, como psicoanalistas, es terminar siendo testigos (y partes) de dramas humanos en los que, de uno u otro modo, están implicados todos los participantes.

[8] Este proceso al que bauticé “reconciliación” (que no es el “perdón” y al que doy valor de “factor de curación”), favorecería una mejor salida del narcisimo, trascender una verdadera “relación de objeto” hacia poder lograr una “intersubjetividad” entre “sujetos”. Tengo un paciente de 22 años a  quien, su padre, trató siempre de «marciano» y de «paria». Desde ya, él sentía que su padre era un «gurú» que lo veía a él tal cual era y que solo lo trataba así por su propio bien, para que se diese cuenta y pudiese aceptarlo y/o corregirlo. Yo creo que el proceso terapéutico de mi paciente deberá pasar, necesariamente, por conscientizar cuánta «maldad» hubo en su padre, cuánto sadismo, cuánta rivalidad destructiva y cuánto «odio» tuvo hacia él.  Y esto es imprescindible!… Pero, a la postre, si no termina haciendo una elaboración más «depresiva» (en términos de Klein) o, en mis propios términos, si no terminara aceptando que la enfermedad existe, que los seres humanos somos siempre susceptibles a ella (si se dan las situaciones ambientales para que se concrete), y que su padre hablaba desde su propia enfermedad personal (determinada históricamente), creo que algo quedaría trunco en su personal desarrollo como sujeto. Estoy tratando de contestar a la pregunta: “Si la Maldad no existiera ¿Qué sentido tendría que un psicoanalista hablara  de Reconciliación?”

[9] “Somos  pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas” (Freud, 1932/36; pág. 197) (la negrita es mía)

[10] Desde ya que la reconciliación no es, todavía, una “representación familiar”. Solo en la medida que vaya ganando consenso general, se volverá un auténtico factor de cambio cultural y producirá las [llamativas] alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural…” (Freud, 1932/36; pag. 197), en la comunidad, imprescindibles para el afianzamiento de un “pacifismo orgánico”, verdadero antídoto de todos nuestros males sociales.

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