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LAS FUNCIONES DEL PSICOANALISTA

Dra. Elisabetta Gennari de Rocca

 

La tarea del psicoanalista implica una lucha lúcida contra el eterno atractivo demoníaco de la omnipotencia y un cuestionamiento atento que nos permita acceder más plenamente a la practica eficaz de nuestra estimulante “profesión imposible», como la calificara Freud, tal vez para advertirnos de las dificultades que habrá de encontrar quien desee ejercerla. Ocurre que los pacientes, transfiriendo sobre nosotros el lugar fálico del “sujeto supuesto saber”, tientan constantemente nuestro propio narcisismo, puesto que aman a quien suponen dotado de perfecciones de las que ellos carecen, según la elección de objeto narcisista; quieren volver a la ilusión de omnipotencia que una vez experimentaron y perdieron, y en el fondo aspiran siempre a completarse a través del análisis.

Es por eso que la posición ética del psicoanalista exige que su autoanálisis esté siempre atento a la aceptación de la propia castración simbólica, porque, como señala José Milmaniene, el psicoanálisis “recuerda al paciente que la aceptación de la Ley Simbólica –que porta los códigos normativos de la diferencia sexual y el orden generacional- resulta condición necesaria para la inclusión creativa del sujeto en el régimen productivo y en el registro del amor”.

Esto implica el pleno acceso a la monosexualidad y la temporalidad. Todo análisis aspira a conducir al paciente a la resolución del Edipo, piedra angular nuclear del proceso de subjetivación y del acceso a la alteridad, con el reconocimiento del semejante. La castración simbólica evoca el núcleo de polaridad masculino-femenino, que da nacimiento al orden simbólico. El neurótico lo reconoce, aún con un resto fetichista; el perverso lo reniega y, desmentida mediante, crea el fetiche; y el psicótico no accede al reconocimiento de ninguna diferencia y, centrado en el falo materno, vive en un mundo confuso e indiferenciado.

El reconocimiento de la diferencia de los sexos y la asunción del sexo propio se determina en los avatares del Edipo, con el logro de la identificación secundaria; la que implica la superación de la ilusión de completad narcisista y el acceso a la temporalidad, con su corolario que es el trabajo –nunca acabado- de la elaboración de la muerte real.

Transferencia mediante, surgirá la “luna de miel”, el analista será idealizado y lo negativo depositado en otros. Más tarde, cuando llegue el momento de la interpretación de la falta, la posibilidad de sortearlo con éxito dependerá en gran parte de que el analista mismo haya asumido suficientemente la castración simbólica.

De aquí que la posibilidad de ejercer la función analítica depende de la salud del psicoanalista, de su capacidad para  asumir la incompletad de la común realidad humana, incluyéndose en ella; sin caer en la tentación de seducir o adoctrinar al analizando, encaramado en los poderes mágicos que este le atribuye.

Un nombre sin cuerpo

Cada paciente que solicita una entrevista suscita en mí, aún an­tes de verlo, multitud de fantasías; que no son otra cosa que una búsqueda de respuestas fantaseadas a lo que podrá ser este nuevo encuentro.

A veces es sólo un nombre anotado por otro en una libreta, pero ya ese nombre -que puede parecerme hermoso o ridículo grandi­locuente o modesto- es expresión de el deseo que los padres -más allá de lo consciente- experimentaron ante ese recién nacido. Expresión, en suma, de un deseo insertado en la historia personal y familiar del sujeto y en la compleja trama relacional de una pareja más o menos lograda o frustrada, más o menos esperanzada o desilusionada.  Me pregunto con quien habrán identificado ese ser, a través de ese nombre.

Pero ese nombre también resuena en mí, en mi conocimiento del mundo en e1 que vivimos y en los nudos manifiestos y latentes de mi historia familiar y personal; de esa historia que determinó mi vocación de psicoanalista y que cimentó en mí la convicción de que el psicoanálisis -que depende del manejo adecuado de un sin fin de elementos, entre los cuales, serán significativas también las fantasías despertadas por ese nombre- es un recurso científico idóneo para contribuir al logro de un modo más placentero y creativo de vivir.

Otras veces es un primer contacto telefónico que evidencia ya los rasgos particulares del consultante, sus esperanzas y temores. La forma de presentarse deja translucir aspectos fóbicos, obsesivos, histéricos, paranoides, y/o depresivos y suscita en mí la pregunta: ¿Con quién me identificará esta persona, que me hace tales planteos?

Dos conceptos se van perfilando: el deseo y la identificación; dos conceptos íntimamente relacionados, pues el deseo es el eje que determina las identificaciones. Alrededor de estos temas claves ha de articularse mi reflexión. Los interrogantes que ellos plantean podrán esclarecerse a lo largo del trabajo analítico propiamente dicho, trabajo que comienza después de la primera entrevista y que irá evidenciando la reiteración del mismo cliché, de una historia que, a despecho de las intenciones conscientes, en el fondo quiere repetirse. E1 analizando intentará inconscientemente captar aquellos rasgos del analista que lo asemejan a los obje­tos originarios y plantear el vínculo a través de ellos, porque es la única forma de comunicación que posee. El analista, a su vez, habrá de permitir que en un principio se instaure “ese reino inter­medio entre la enfermedad y la vida en virtud del cual se cumple el tránsito de aquella a ésta»; como dice Freud (1914) definiendo la transferencia. Y al mismo tiempo atenderá a la trama latente de la con­flictiva y empezará a trabajarla mediante la interpretación.

Estoy convencida que todo paciente que acude al análisis, a pe­sar de sus resistencias, busca desde sus aspectos yoicos mas maduros la posibilidad que le permita acceder a ciertas satisfacciones sustitutivas para sus deseos imposibles; y que esto implica siempre en alguna medida una adecuada valoración de la rea­lidad, tanto de la interna como de la externa. De aquí que, por poco acogedora que esta última sea, el psicoanálisis constituye para él la única posibilidad de incidir favorablemente so­bre ella.

Sin lugar a dudas el paciente no pudo integrarse y evolucionar porque sus relaciones objetales originarias no fueron suficientemente empáticas, porque sus primeros objetos no comprendieron las posibilidades e imposibilidades del sujeto, propias de cada momento evolutivo, lo que produjo la parálisis o la paresia de su funcionamiento psíquico, y lo obligó a recurrir a múltiples mecanismos de defensa, va­riables según su patología. Mecanismos que, de acuerdo a la intensidad del trauma, se escalonan desde la represión hasta la escisión.

Identificado con esas figuras que determinaron en gran parte su estructura, el pa­ciente transita su desesperanza, alimentada por la pobreza de esos modelos que no fueron para él un ambiente  “suficientemente bueno”.  Ambiente que hubiera requerido de una “madre devota” con una adecuada “función de sostén” (D. W. Winnicott), capaz de lograr esa “unidad básica”  reaseguradora  (Margaret Little), que le permitiera ser un adecuado “mediador del ambiente” (René Spitz)  o una continente “matriz extrauterina­” (Margaret Mahler), capaz de proporcionar ese “amor primario” y originando en cambio una gran diferencia cualitativa y cuantitativa  entre necesidad y satisfacción (Michael Balint); privándolo, en suma, de los suministros indispensables para el desarrollo de su “verdadero self” (D.W.Winnicott).

Y hubo también un padre insuficiente, que no pudo tole­rar el intenso vinculo simbiótico postnatal con la madre, o que no supo ayudarlo a separarse de ella en el momento oportuno, privándolo de la ayuda y el modelo que posibilitaran la superación de la situación diádica y la integración al mundo simbólico.

Esta compleja trama de conflictos e identificaciones .estructurantes o bloqueantes ha de ser expuesta, comprendida, desanudada y vuelta a anudar, a través de la relación con el analista, cuya la­bor dependerá también de sus propias identificaciones y de la capacidad adquirida a lo largo de su formación. Mediante un trabajo rigurosamente científico a la par que artístico, habrá de tramitar el analista esta relación, utilizando recursos técnicos limitados, determinados y precisos; al tiempo que el paciente, a través de ella, habrá de superar viejas identificaciones y adquirir otras nuevas, más funcionales y menos bloqueantes; habrá de «construir capacida­des yoicas que no ha podido desarrollar con sus padres, integrando lo que ha quedado disociado del curso asociativo” (J.Garcia Badaracco), ganando para sí territorios antes librados al ello y a los automatismos repetitivos de las diferentes patologías.

Sobre la base de estas reflexiones pienso que puede definirse nuestra función, entendiendo como tal la acción y  el ejercicio de nuestra labor psicoanalítica, desde la perspectiva de la posibilidad de ofrecer al paciente una nueva identificación estructurante, que le permita transformar, a  través del material transferencial vivido como  “real, objetivo y actual», “sus puntos de fijación, sus síntomas y sus rasgos caracteropáticos”  (Freud, 1914). Esto ha de lograrse a través del instrumento psicoanalítico especifico, que es la interpretación.

Sabemos que las frustraciones determinan regresiones que reedi­tan los conflictos inconscientes de la historia infantil (1912), que a veces sólo pueden exteriorizarse mediante la actuación que susti­tuye el pensar y el hablar por el acto concreto. La tarea del analista ha de consistir, entonces, en la elaboración de construcciones que permitan al paciente hacer conscientes e integrar en su historia personal las situaciones patógenas de la infancia. Interpretando (es decir, haciendo patente la situación transferencial y remitiendo esta situación a las situaciones origina­les) se allana el camino para que el analizando haga consciente lo inconsciente.

Esto supone la necesidad de traer a la relación analítica nuevas palabras que, para ser comprendidas por el paciente requieren el e­jercicio de los recursos básicos del aprendizaje del  lenguaje: la introyección y la identificación.

El analista, independientemente de su sexo (que sólo condiciona­rá el predominio de la transferencia materna o paterna en los co­mienzos del tratamiento, y más marcadamente en los neuróticos que en los pacientes más graves, en razón del mayor criterio de realidad de los primeros), ejerce en el análisis una función materna, una función paterna y una función fraterna.

La función materna se origina en el rol materno real y genital, y es en esencia carnal y nutricia. Real y genital, porque sería realmente madre toda mujer que diera a luz un hijo, pero para ejercer verdaderamente esta función es necesario que haya accedido a la castración simbólica; no podría hacerlo una madre infantil, fálica o psicótica. Carnal –según el decir de Raquel Zak de Goldstein– porque en todas las vicisitudes específicamente femeninas (menstruación, orgasmo, embarazo, parto y lactancia) el cuerpo es el prota­gonista inexorable; cuerpo ciertamente simbólico, pero cuya presencia es indispensable. Y es nutricia porque le toca nutrir, real y metafóricamente, el núcleo del desarrollo psíquico inaugural de to­do ser humano.

La madre, portadora de la ley natural, alimenta el narcisismo; mediante su empatía específica logra que el bebé indefenso se vivencie como «Su Majestad» (condición imprescindible para una adecuada autoestima), o, por el contrario, las fallas de tal empatía constituyen situaciones traumáticas, que contribuyen a fijarlo a vivencias arcaicas y a cimentar el narcisis­mo patológico.

Esta función materna está presente -sea cual fuere el sexo del analista- en la comprensión empática del material preverbal que el paciente proporciona, y en la prestación corporal y psíquica que el analista ofrece al dejarse penetrar por las angustias inconcebibles e innombrables de los estadios primeros. Al permitirse experimentar las ansiedades más terroríficas y vivenciar las defensas más duras (lo que resulta posible a través de la evocación de la capacidad identificatoria de su primer objeto y/o de su propio analista), el psicoanalista accede con vivacidad a la comprensión del paciente en una auténtica comunicación de inconsciente a inconsciente.

Esta función se ejerce cuando, mediante la metabolización de la violencia del “niño-paciente”, el analista contribuye al logro de un clima sereno, indispensable para dar lugar a la emergencia de las situaciones más traumáticas. De este modo, al no contraactuar con la omnipotencia destructiva del niño-paciente”, la “madre-analista”  se mantiene viva, vale decir profundamente per­ceptiva. Para esto es necesario que el analista pueda elaborar verdaderamente tales situaciones, comprendiendo las limitaciones del paciente en regresión y sabiendo que esa es la única manera que dispone para expresar la situación que revive en  la transferencia

La función paterna se origina en el  rol paterno real y genital, y es en esencia abstracta y simbólica. Real y genital, porque esta función no podría ser ejercida por un padre omnipotente, infantil, rival o ausente.

No cabe hablar de la función paterna sin referirse a la teorización del Edipo de Jacques Lacan que se ocupó especialmente del tema y creó los conceptos de “nombre del padre” y “metáfora paterna”.

Dice Lacan que el padre “no existe, es una metáfora”, “un significante que aparece en lugar de otro significante”; porque se instala más allá de su presencia real y la trasciende.

Divide el Edipo en tres tiempos: en el primero la madre vive al niño como su falo imaginario, con el cual se completa. Leclaire se ha referido a este momento como el “incesto real”. Pero ya desde el principio está presente la triangulación: el infans, la madre y el tercero que es el falo. El falo no tiene que ver con el pene real, sino con un significante, una representación básica, inconciente, resultante de factores anatómicos, libidinales y fantasmáticos, que sirve de asidero a una multiplicidad de representaciones imaginarias.

En el segundo tiempo, la presencia del padre instala la castración tanto en la madre como en el niño. Esta primera aplicación de la ley abre el camino a la castración simbólica y, al separar el niño de la madre, marca el advenimiento del psiquismo individual, hecho equivalente a un verdadero nacimiento. El padre sostiene el falo simbólico y es vivido como omnipotente por el hijo.

En el tercer tiempo el padre ha de pasar del lugar del padre terrible (como el de Schreber) al del padre “donador y permisivo”, que, al separar al hijo de la madre, lo habilita para acceder a otras mujeres, abriendo así los caminos de la inserción del deseo humano en la sociedad y la cultura, lo que supone la meta inhibida, la represión y  la sublimación. Este padre ya no es el poseedor del falo, sino su representante; y el falo deviene patrón simbólico como el eje que da cuenta de la ley paterna y es el significante del deseo posible, de la aceptación humana del límite impuesto al goce. Ubicado en este lugar, el falo simbólico nos recuerda que todo deseo humano es en el fondo un deseo sexual, producto de la interdicción del incesto.

La castración simbólica puede entenderse como el corte del falo imaginario y la aceptación de la ley paterna, a la que el padre está también sometido. Ley suprapersonal y código esencial cuya vigencia en el registro simbólico significa el acceso a lo humano.

El padre, al ser el separador de la díada madre-hijo, condiciona la individuación y da acceso a la cultura. Con la ruptura de la fusión se diluye el fantasma de la completud eterna y se hace posible el acceso paulatino a la castración simbólica; va desapareciendo la ilusión de bisexualidad e inmortalidad y se bosqueja la realidad humana. El padre, desde que asumió la castración, instaurada en forma violenta y definitiva desde el sepultamiento del complejo de Edipo, cuando se sometió a la ley del alejamiento carnal de su madre, ingresando así al mundo de lo simbólico y abstracto, está al servicio del proceso secundario. Desde esta posición es el portador de la ley, de la palabra ordenadora de los valores, clara, precisa, definitiva, sin lugar a confusión.

El padre se presta al hijo como modelo y guía en apoyo a la exogamia y a la capacidad para tolerar la soledad que implican la individuación y el acceso a la libertad como señala Mauricio Abadi, quien habla de un nacimiento “materno” en relación al nacimiento real y un segundo nacimiento, el “paterno”, que da lugar al acceso a la cultura.

La función paterna esta siempre presente en la interpretación que destruye mediante la palabra los fantasmas imaginarios. El psicoanálisis es sin duda, por esta razón, fundamentalmente función pa­terna, pero su ejercicio es imposible si no se apoya sobre una función materna adecuada, particularmente en los tratamientos de pacientes graves y con importantes puntos de fijación preedípicos.

También compete a la función paterna la instauración del princi­pio de realidad en sus múltiples facetas, desde la formulación del contrato inicial en el que se determinan los compromisos del pa­ciente y el analista, hasta el cumplimiento de las separaciones y cortes estipulados: fin de sesión, fin de semana, fin del año ana­lítico.

La función fraterna surge de la común realidad del paciente y el analista en tanto que seres humanos. Constituida sobre la base de libido homo y heterosexual sublimada, se estructura en identifica­ciones recíprocas. A ella se refería Freud (1937) cuando acotaba, en «Análisis terminable e interminable», queno toda buena relación entre analista y analizando,  en el curso del análisis y después de él, ha de ser estimada como una transferencia. Existen también vínculos amistosos de fundamento objetivo y que demuestran ser viables».

Esta función, como las otras dos, existe en todo momento del análisis, porque sin el reconocimiento de la realidad del otro sería imposible la objetivación de la transferencia y el «como si» del encuadre analítico.

El analista ejerce esta función en la medida en que sabe del común denominador de la condición humana y lo deja traslucir a través de sus actitudes y palabras. La adecuada elaboración de esta función a través de su formación como psicoanalista lo aleja del peligro de la omnipotencia y estimula la transferencia positiva del paciente.

En el paciente se va desarrollando paulatinamente, en la medida en que se diluyen los mitos todopoderosos de las figuras idealiza­das, condicionándose así un campo analítico de mayor paridad, que preludia el final del análisis y la disolución de la transferencia.

Así, lo que vengo llamando función fraterna, corresponde a la situación del hombre adulto, que superando dependencias, rivalida­des y ambivalencias con padres y hermanos, puede establecer con sus semejantes vínculos sanos de amistad y solidaridad.

Todo lo que en el trabajo analítico remite a un mundo objetivo que incluye a paciente y analista, desde las referencias a una realidad compartida hasta la capacidad del analista para reconocer y recti­ficar sus errores, se vincula con esta función.

Estas funciones no se ejercen nunca en forma exclusiva: el padre y la madre las ejercen todas, lo mismo que el analista, y el hecho de que el sexo y las características personales determinen en cada terapeuta una aptitud natural predominante para tal o cual función no excluye en modo alguno el ejercicio de las restantes.

Pero repito que, como dice W. Baranger, creo que el psicoanálisis es función paterna, puesto que la interpretación es el elemento central de nuestra labor; lo que no disminuye la utilidad y aun la necesidad de las otras dos, como se desprende de todo lo dicho. Pien­so también que el tenerlo en cuenta y evaluar la importancia relati­va de cada una de ellas en las distintas circunstancias y momentos del análisis, permite al analista intervenciones mas matizadas, ri­cas y completas.

La interpretación

Freud hablaba del “arte interpretativo”, que era a la vez “un acto intelectual, una tarea artesanal y artística”. Didier Anzieu, por su parte, dice que la interpretación debe ser “exacta, oportuna, medida, clara, concisa, concreta, vivaz sin ser seductora, sugestiva más que exhaustiva”.

En ella damos cuenta de nuestro saber analítico, guiado por nuestra experiencia, enriquecida por los numerosos aportes de los seguidores de Freud. Hacemos interpretaciones y construcciones. Freud las define así: “la interpretación se refiere a lo que uno comprende a partir de un elemento singular, una ocurrencia, una operación fallida”; “es construcción, en cambio, presentar al analizado una pieza de su prehistoria olvidada”. Podemos decir que la construcción supone un proceso más inductivo que deductivo, puesto que se actúa “per via di porre”. Cabe usarla con mayor frecuencia en los pacientes mas graves, porque en estos casos se sustituye la develación por la creación de un nuevo significado todavía ausente en la mente del paciente.

El analista en atención flotante accede a un insigth en el que intervienen sus tres instancias psíquicas: Cc, Prc. e Inc.. Este insight puede surgir de pronto o ser el fruto de una reflexión. El analista escucha el discurso, incluidos los silencios y observa la actitud del paciente, tratando de acceder al afecto de la representación y a la representación del afecto, al pictograma, como dice Piera Aulagnier.

Siendo la interpretación la acción específica que concreta la función del analista, creo que el modo de formularla (el cómo) es tan importante como el contenido mismo (el qué) y el momento oportuno, (el timing), que es quizá el aspecto más artístico, puesto que depende menos de reglas formulables y más de la fineza de la percepción y la experiencia del analista.

Distinguiré aquí dos grupos de pacientes, para diferenciar modos de interpretar:

1.- Pacientes  que  pueden ser incluidos bajo el rubro de las patologías predominantemente narcisistas.

Estos pacientes proponen un esquema de relación objetal predominantemente dual, relación de objeto parcial, en la que surge la repetición transferencial de situaciones arcaicas, más cercanas a la identificación primaria. En tales casos la diferenciación yo/no-yo no está aún lograda; es el tiempo en el que uno es el otro y sólo habrá alteridad si hay un Otro que la reconozca. Son pacientes con un yo débil, vasallo inerme de sus dos señores opuestos, el ello y la realidad externa; muy dependientes del operar del analista, tanto de sus aciertos como de sus errores; y la palabra de éste resulta por momentos hipnótica puesto que el yo no accedió a la posibilidad de ejercer una crítica objetiva adecuada. Tales pa­cientes requieren un amplio y prolongado ejercicio de la función materna para que las interpretaciones resulten eficaces.

Suelen traer en su discurso frases tales como las siguientes:

-“No sé si es cosa mía o del otro”.

-“Usted está enojada… ¿se cansó de mí?”.

-“Esto (el consultorio) respira negrura”.

-“¿Serán los otros que me influyen o será al revés?”.

 El común denominador sería: “no sé quien soy, todo es confuso». En estos casos es necesario que el analista se haga cargo de la de­bilidad yoica del paciente, prestándose de manera reparadora a la repetición transferencial y teniendo en cuenta la inadecuación de las interpretaciones que enfatizan la presencia de un otro separado (vale decir, de un objeto total) al que el paciente no puede acceder. Este tipo de interpretaciones genera en los pacientes la tendencia a someterse en forma pasiva, como hicieron con sus objetos originales.

En tales situaciones me parece útil que la formulación de la interpretación trate de rescatar la situación interna del sujeto, so­bre la base de formulaciones que empleen pronombres y verbos que in­cluyan al analista o a los personajes evocados como objetos parcia­les (“nosotros”, “ustedes”, “veremos”, “trataremos”, “aclararemos”, etc.).

De estos y otros detalles vinculados con la función materna dependerá la calidad de la relación y la posibilidad de acceder a lo que la transferencia actualiza y el paciente evoca inconscientemente en un momento dado. Tomemos a título de ejemplo una situación en la que, como consecuencia de una ínterpretación inadecuada, o con moti­vo de la interrupción del fin de semana, se filtran en el paciente vivencias que repiten transferencialmente lo sufrido a  raíz del aban­dono de los objetos originales. El analista ha de ser capaz de per­cibir la situación en su plenitud, dejándose penetrar por la angustia del analizando, y ha de responder inciuyéndose a sí mismo como pre­sencia reaseguradora, tratando de marcar las diferencias de su modo de actuar en relación al modo habitual de los padres. La formulación de la interpretación requiere una percepción suficientemente profunda en términos adecuados, acla­rando también al paciente que esa vivencia corresponde a los tiempos en los cuales la indiscriminación era una realidad para todo psiquismo, y que, debido a la extrema dependencia de aquél entonces, el placer y el displacer eran vividos como producto del deseo omnímodo del Otro. Este agregado explicativo, vinculado con lo que Freud lla­ma sugestión en psicoanálisis  funciona como el aporte de un conocimiento nuevo, que amplía la capacidad del sujeto para comprender la interpretación y constituye un ejemplo de lo que más adelante diré acerca de la necesidad de que las interpretaciones sean «progresivas».

Estos pacientes tienden a generar una contratransferencia agresiva, semejante a la conducta de los primeros objetos. Cabe tener en cuenta aquí los aportes de André Green, en el sentido de la utilización de la contratransferencia para comprender mejor la situación del analizado en lo relativo a la relación infantil con los padres.

En los momentos del análisis en que el paciente revive frustraciones importantes y precoces, vinculadas con la ausencia del obje­to cuya presencia real en aquélla circunstancia hubiera sido indis­pensable para evitar la situación traumática; me parece particular­mente útil intensificar la relación real con el paciente mediante sesiones extras, algún diálogo telefónico, o por escrito cuando las circunstancias no dan lugar a otro medio. Estas actitudes se fundamen­tan en una comprensión objetiva de la situación y la mayor presencia real, acompañada de una intensificación del trabajo interpretativo, hace las veces de una simbiosis reparadora en la que el “qué” y el “cómo” se imbrican y se refuerzan.

Creo que en estos casos la postura de interpretar sin modificar el encuadre puede constituir un error, en la medida en que la im­posibilidad interna del analista para acudir mas vivamente a la ne­cesidad del paciente, suele ser vivida por este como una rigidez agresiva, que constituye una repetición de la incomprensión de las figuras parentales.

 2.-Pacientes con patología predominantemente neurótica.

Son pacientes con un acceso más completo a la triangulación. Contamos en estos casos con un Yo más maduro, que permite interpre­taciones de objeto total. Si bien en estos pacientes pueden surgir transferencias de períodos más primitivos, considero que no es conve­niente trabajarlas de entrada, porque a veces es la angustia de castración lo que se parapeta tras las persecuciones terroríficas de las figuras arcaicas, instrumentadas aquí al  servicio de las resis­tencias. Lo que no impide que en estos pacientes puedan aparecer e­ventualmente en primer plano algunos puntos de fijación preedípicos verdaderamente significativos  en cuyo caso el modo de trabajo se a­semeja al bosquejado en el apartado anterior, aun cuando, en estos casos, la presencia real suela ser menos necesaria.

En suma, los pacientes con patología neurótica requieren especialmente función paterna. El hecho de ser estos los pacientes más típicamente aptos para los parámetros del psicoanálisis clásico, me exime de mayores comentarios sobre el particular.

Más allá de las diferencias señaladas, me parece útil resumir a­quí una serie de puntos acerca de la función del analista en gene­ral y de la interpretación en particular.

  1. La interpretación debe ser completa. Quiero significar con es­to que debe integrar la defensa y la ansiedad básica subyacente. Las interpretaciones en términos exclusivos de la resistencia, tienden a reforzarla a través de un incremento del superyo sádico.
  1. La interpretación debe ser progresiva. Se desprende de lo que postulo sobre la función del analista, que éste no puede limitarse a responder en espejo al contenido del aquí y ahora transferencial, y que toda intervención debe abrir caminos en el psiquismo del anali­zando hacia la posibilidad de una expresión mas profunda. Por supuesto que el hecho de poner en palabras la repetición transferencial cumple ya con esta función, pero creo que esto debe extenderse a los términos mismos de la formulación interpretativa, en el sentido de, por ejemplo, cuidar que la respuesta a un contenido anal del paciente sea expresada interpretativamente en forma más genital.
  1. La interpretación debe ser personalizada, es decir teniendo en cuenta la irrepetible particularidad de cada ser humano. Teniendo en cuenta por cierto, lo ya dicho acerca del predominio de la relación de objeto parcial o total, pero considerando también que todo pacien­te tiene un lenguaje expresivo particular y que, dada la asimetría de la relación, el analista debe adaptarse mas al estilo del paciente que éste al de aquél. Esto supone que la comprensión del analista no sólo ha de manifestarse en el qué y el cómo de la interpretación, sino también en la oportunidad (el “cuándo”, vale decir el “timing”); que debe permanecer atenta a las asociaciones y respuestas que cada intervención suscita y -sobre todo- evaluar correctamente todo a­quello que manifieste un progreso del analizando, para no detener su evolución, “frenándola” iatrogénicamente, mediante la repetición de la actitud de los padres cuando desconocieron su crecimiento.
  1. La interpretación debe ser neutral, es decir inspirada por la problemática del paciente y no por las opiniones personales del a­nalista o por su cosmovisión En este punto es necesario no olvidar que la curiosidad infantil, permanentemente actualizada en la trans­ferencia, lleva al analizando a intentar anular por todos los medios la neutralidad, y que esto determina un trabajo muchas veces tensio­nante por mantenerla, sobre todo en los pacientes mas regresivos, que suelen captar con particular agudeza el inconsciente del analis­ta. La comprensión, tan profunda y completa como sea posible, de los contenidos inconscientes y de su significación histórica, es lo único que preservará al analista de transformarse en ese “transgresivo Pigmalión” que Freud (1919) nos recomienda evitar. Un aspecto impor­tante de la neutralidad es la capacidad para metabolizar los sentimientos contratransferenciales agresivos y violentos y esperar que el trabajo elaborativo aclare la situación, comprendiendo que tales sentimientos responden por lo general a la frustración que impone al analista una insuficiente percepción de la situación, se deba ésta a desconocimiento o falta de habilidad técnica, o simplemente a que es inevitable que queden puntos oscuros, por más completo que el análisis sea. No hay que dejar de lado, cuidando siempre de discriminar lo que corresponde a la historia personal del propio analista, lo que la contratransferencia puede aportar a la comprensión del mundo interno del paciente porque cuanto mayor sea la flexibilidad psíquica del analista mayor será su capacidad para acceder al inconsciente del analizando.
  1. Finalmente, unas reflexiones sobre lo que supone esto desde la perspectiva de la capacidad y la formación del psicoanalista. La ta­rea analítica es delicada y difícil porque la situación involucra al analista, con sus rasgos, capacidades y limitaciones personales. Es­to plantea la necesidad constante de autoanálisis, pues su psiquismo está siempre en juego, máxime si se tiene en cuenta que en una relación tan particular y prolongada, el mundo interno del paciente llega a formar parte del mundo interno del analista, en la medida en que la posibilidad de éste de acercarse al fondo de los conflictos del paciente depende de un constante trabajo de identificación con él. Es necesario que nunca perdamos de vista la posibilidad de que cometamos errores, y mantengamos vivos el compromiso y la búsqueda de la manera de superarlos; esto no sólo beneficia al paciente, sino que también es la fuente de nuevos in­terrogantes que motivan la evolución de nuestra ciencia. Es necesa­rio mantener vivo el deseo analítico, esa forma particular de sublimación libidinal propia de nuestro quehacer, que consiste en que el paciente y su conflictiva sean permanentemente el centro de nuestra percepción consciente e inconsciente. Esta fidelidad a la problemática inconsciente del analizando es lo único que puede garantizar la buena marcha de nuestra labor y ser para nosotros fuente de satisfacción sublimatoria capaz de incrementar nuestro buen narcisismo y nuestra capacidad analítica. Todo esto supone que nuestro propio análisis nos haya permitido el acceso a un superyó suficientemente benévolo, lo que ha de manifestarse en una adecuada flexibilidad; o, dicho de otro modo, que predominen en nosotros la comprensión y la ternura, testimonio de nuestra genitalidad. Toda interpretación supone una cierta violencia por lo que será resistida y rechazada especialmente en momentos de transferencia negativa. Esta última situación constituye quizá uno de los problemas más difíciles de enfrentar, porque en transferencia negativa el paciente no puede comprender ni elaborar. En este caso será necesario intervenir para cambiar la transferencia, cuidando particularmente que las interpretaciones sean adecuadas en contenido y timing, a la vez que planteadas con serenidad.

Y es necesario, por fin, recordar siempre que el acierto o el error de nuestras intervenciones sólo pueden evaluarse a posteriori. Si fueron acertadas, surgirán nuevas asociaciones y las reflexiones que estas susciten darán lugar a cambios que testimonien el logro que el trabajo mancomunado con el paciente produjo.

El psicoanálisis como identificación

Propuse enfocar nuestra función como una nueva identificación estructurante. ¿Por qué identificación?

Porque la identificación estructura el yo, cuyas peculiaridades determinan el carácter. Porque una autoestima adecuada es indispen­sable para el desarrollo y la misma depende de las relaciones entre el yo y el superyó.

Veamos la cuestión con más detalle. El superyó es la resultante de la articulación entre la identificación primaria y la secundaria.

La identificación primaria es un hecho clave, que se da antes del acceso a la individuación. Todavía en el transcurso del período de narcisismo absoluto, y luego de una serie de imitaciones e intro­yecciones, indicios de una tendencia a la organización, el yo de pla­cer purificado, que ha empezado a sufrir las inevitables frustracio­nes de un ambiente que no responde plenamente al principio del place; para mantener su homeostasis, se identifica, sobre el modelo de la incorporación oral canibalística, con el objeto, vivido como la suma de todas las perfecciones. Esta primera identificación estruc­turante es, según Freud nos enseña en “el Yo y el Ello”, la primera y la más importante identificación del individuo, directa, inmediata y anterior a toda carga de objeto. Freud nos dice también que es una identificación con el padre, y parece claro que así sea -aun antes del conocimiento de la diferencia entre los sexos- si se tiene en cuenta la función separadora estructurante del mismo.

Este importantísimo acto psíquico determinaría al núcleo del futuro Ideal del yo, en su componente de positividad que implica la aspiración a ser como el objeto estimado; diferente de la prohibición derivada de la amenaza de castración, que ya no es externa sino intrasistémica y caracteriza al Superyó ya estructurado, luego del sepultamiento del complejo de Edipo.

La identificación secundaria implica el abandono libidinal de los objetos edípicos. La defusión instintiva, en el momento mismo de la desexualización, libera instinto de muerte, una parte del cual va al Superyó, cuyo sadismo aumenta; y la otra, retenida en el yo, facili­ta por inhibición su sometimiento al Superyó.

En “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis”, Freud (1932) nos dice que en el curso del desarrollo el Superyó es influido por aquellos que han ocupado en el curso ulterior de la vida del sujeto el lugar de los padres: educadores, maestros y modelos ideales.

No podría comprenderse el efecto terapéutico del psicoanálisis sin la inclusión del analista en esta serie. Las características de la relación y la situación regresiva en la que se desarrolla lo co­locan en una situación privilegiada para desempeñar el papel del núcleo del Ideal del yo de la identificación primaria y de la figura paterna de la secundaria. James Strachey en su fundamental trabajo sobre la naturaleza de la acción terapéutica del psicoanálisis ha enfatizado el lugar del analista como “Superyó auxiliar” y su función en la “interpretación mutativa”; y Celes Cárcamo lo ha expresado en “Psicodinamismos del proceso analítico” en palabras que transcribo textualmente: “En el ambiente de la situación analítica el analizado repite sus mecanismos de identificación proyectiva e introyectiva. (…) De este modo el neurótico puede reintroyectar una figura más tolerante, bondadosa y constructiva dentro de sí y establecer relaciones de objeto elaboradas en el plano de la realidad».

A través del trabajo interpretativo, que analizará las identifi­caciones originales del paciente, sus pulsiones, sus investiduras objetales y el modo particular y único que se inscribieron en su psi­quismo. A través de la interpretación se desidentificará de los funcionamientos tanáticos, que irán  transformándose en una nueva identificación. Identificación con un objeto que simboliza, que ha­bla de lo reprimido o escindido, que busca nuevos significados, liberándolo así de los fantasmas sin nombre. Mediante el trabajo ela­borativo el analizando accede paulatinamente a su realidad interna, y a cada descubrimiento, el analista responde con un nuevo interrogante, encamina­do a perseguir y poner en evidencia las múltiples formas que adopta la huidiza y siniestra compulsión a la repetición

Lo que se lleva, en síntesis, el paciente, es un objeto simbólico que se permite sentir (función materna), poner nombres (función paterna) e identificarse con los otros gracias al reconocimiento del común denominador de la condición humana (función fraterna). Son estas funciones introyectadas las que permitirán el establecimiento de la capacidad de autoanálisis, que es el corolario de un proceso analítico exitoso.

 Un cuerpo con nombres

Empecé mis reflexiones hablando de lo que el nombre del paciente suscitaba en mí, aún antes de conocerlo. Y he de volver, para con­cluir, a su nombre -significante fundamental del self- y a todos los nombres posibles que se dijeron o se callaron en el transcurso del desarrollo de la trama vital que lo determinó. De esa trama que determinó su  “destino”, de esas “series complementarias” de las que hablara Freud (1926), en las cuales también hay que contar el lugar del cuerpo, que fue usado cuando el trauma demasiado precoz no encontró otra manera de evitar la aniquilación que rompiendo la unidad del psiquesoma; punto extremo que representa el mayor desafío a nuestra labor: el de encontrar la palabra nunca pronunciada.

Cuanto más justas y completas sean las palabras aportadas por el psicoanalista y el paciente, más logrado será el trabajo. Aunque sabemos que inexo­rablemente quedarán hechos sin nombre, motivados por las lagunas que aún exis­ten en nuestra teoría, por pactos inconscientes que los “puntos ciegos” del analista favorecen y conducen a silenciar aspectos del material evocado en la transferencia; por los aspectos negativos de la contratransferencia, por las finísimas sutilezas de cada dupla analista-paciente, que condicionarán el alumbramiento de algunos hechos y la permanencia de otros en la oscuridad. Pero el resultado global será que cuando cier­tos conflictos resurjan, el sujeto tendrá un nombre, sabrá de qué identificación se trata y a qué momento de su historia hace alusión su malestar; y ese conocimiento que fortificó su yo dará lugar a nuevas significaciones y nuevas identificaciones. Aho­ra, la libertad que implica la ausencia del analista, abrirá el camino a opciones creativas antes no vislumbradas, al servicio de la pulsión de vida; por­que el oscuro y silencioso Tánatos ha sido diluido por el eco de la palabra clarificadora.

BIBLIOGRAFIA

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